Un esguince en el cerebro
Alfredo Gómez Cerdá.
Ilustraciones: Francesc Rovira,
Edebé, 2016.
Un esguince en el cerebro es una metáfora paródica de lo que puede suceder si seguimos confundiendo lo esencial con lo superfluo. Hay mucho de postureo en nuestra sociedad, en nuestra forma de vivir más pendiente del tener que del ser. No es la primera vez que Alfredo Gómez Cerdá nos da un toque de atención al respecto.
El protagonista del relato es un niño cuyos padres, pensando que lo quieren mucho, lo han rodeado, desde la cuna, de toda clase de objetos electrónicos. La visión humanista o humanizante se ha perdido y, en su lugar, hay consolas y televisores por doquier y ordenadores y móviles y todo armatoste que tenga teclas y pueda conectarse.
Piensan los padres de Godofredo que están criando a un ser superdotado y no entienden que en el colegio no lo sepan detectar.
Todo va bien hasta que la profesora del niño tiene una idea, diríamos que subversiva. Pretende que todos lean un libro. Los padres de Godofredo se indignan y ponen el grito en el cielo, aunque acaban comprándolo, pero con todas las precauciones. El niño lo lee casi como si estuviera haciendo algo prohibido y los padres lo observan como a un bicho raro. La ironía, fina y recurrente, aparece en todo momento en las distintas situaciones que se describen en la novela.
Un buen día, Godofredo siente dolores de cabeza y, tras muchas pruebas, a cual más extraña, se le detecta un esguince en el cerebro. Sí, en el cerebro. No en la rodilla o en la pierna o en el brazo, que sería lo más común, sino en el cerebro. Los padres amenazan a la profesora y el niño, mientras, trata de encontrar soluciones. Y las encuentra, pero eso deberá averiguarlo el lector.
El caso es que el cerebro, si no se alimenta convenientemente, corre el riesgo de atrofiarse o de, como le ocurre al protagonista, sufrir un esguince. Eso sí, hay aún remedio, pero, como tardemos en aplicarlo, todos acabaremos con el cerebro enfermo. O, si no, al tiempo.
Un esguince en el cerebro está escrito en clave de humor, como hemos dicho, pero contiene una carga crítica que solo con humor e ironía se puede formular. Los personajes y las situaciones se exageran y rozan el esperpento, pero eso nos permite que nos distanciemos y observemos a los personajes con curiosidad y pasmo y, por qué no, cierto miedo ya que, de seguir así, como decíamos, habrá pronto muchos padres que, como los de Godofredo, prefieran la tecnología a los libros. Es más, y eso si no que da miedo, quizá ya los haya.
El relato se destina a niños a partir de 10 años, pero haremos bien en leerlo los mayores. Se estructura en 13 capítulos y se narra en tercera persona de una manera ágil y vivaz. Los diálogos son certeros y los pensamientos de los personajes nos permiten entender mucho mejor la historia. Las ilustraciones de Francesc Rovira, por su parte, humanizan a Godofredo y nos lo muestran como un niño normal, pese a la influencia de sus padres.
En definitiva, un libro punzante, crítico, divertido y que da pie, sin decirlo expresamente, a muchos debates. Sea como sea, la lectura se salva y sobrevive a tanta tontería y sinrazón.
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