El patio de mi casa. Memorias (Segunda parte)
Rosa Ruiz Gisbert
Ediciones del Genal, Málaga, 2016.
No hace mucho reseñamos El cuervo de Poe, la primera parte de las memorias de esta escritora malagueña. Rosa Ruiz Gisbert. Entonces asistimos a los años de infancia, adolescencia y juventud. Fueron años de conocimiento, de dudas, de adversidades; fueron los años en los que se crea el carácter de una persona. Ya nos admiró su especial manera de narrarse a sí misma, de contarse, de observarse, sin tragedias, con aceptación de lo que fue y, sobre todo, con perdón a los que estuvieron y no siempre fueron.
Ahora, estamos en la segunda parte, la de la madurez y la vejez. Este segundo volumen al que Rosa Ruiz titula, de forma también simbólica, El patio de mi casa está, si cabe, mucho más logrado porque la autora se ha apoderado del personaje, que no es otro que ella misma, y ya, muy cerca, en el tiempo, de lo que narra, es capaz de resumir aquellos hechos, aquellos momentos que marcaron su presente y que guiaron su madurez.
Rosa Ruiz no pasa cuentas, ni siquiera con ella misma, porque está por encima de ello. Lo que pretende es dejar constancia de su camino, del proceso que siguió, lleno de dificultades físicas y emocionales, hasta lograr crecer como persona y como escritora. No es otro el camino que se narra en El patio de mi casa que el del crecimiento interior. La escritora malagueña habla de sus afectos, de su madre, a la que aprendió a estimar y, sobre todo, perdonó; de su hermano, tan presente en su vida; de sus relaciones personales, algunas fallidas, otras decepcionante, algunas soslayables.
La honestidad y la humildad presiden las reflexiones de Rosa Ruiz. Con un tiempo que se fue y otro incierto llamando a su puerta, reflexiona acerca de la vida, del amor, de la amistad, de la familia, de las quimeras del día a día y de las limitaciones, a veces pequeñas, otras enormes, que tuvo que vencer. En este camino que fue su vida, la autora no siempre acertó, pero sí tuvo la curiosidad y la valentía suficientes como para intentar nuevas vías de autoconocimiento. Finalmente, la escritura le dio la serenidad que ella buscaba y le permitió poder plasmar aquello que sentía. Sus años en el taller de Fuentetaja, que compartió con quien escribe estas líneas, la ayudaron a asentarse y le dieron algunas herramientas para dar el salto hacia la publicación, hacia la escritura libre y certera que la caracteriza.
No se anda por las ramas, no busca paliativos, jamás lo ha hecho, si no que pone el dedo en la llaga y observa, se observa y escribe: "Quien expone la verdad suele ser menospreciado porque nadie desea verse reflejado en ella". En este destape emocional que son sus memorias, Rosa no huye de sus propios miedos, si no que los muestra y trata de entenderlos y, como decíamos, de perdonarlos.
Las memorias de Rosa Ruiz están perfectamente contextualizadas y, al lado de aspectos personales, aparecen las referencias históricas y sociales a una época cambiante, la de finales del S. XX y principios del S. XXI que la autora vivió, y vive, en primera persona. No olvida sus referencias cinematográficas a las que, a menudo, busca paralelismos con su propia vida ni tampoco sus viajes. La recreación de los lugares a los que ha ido es fundamental para entender estas memorias.
El volumen es tan rico en matices, tan amplio en sentimientos y emociones que resulta difícil poderlo apresar en una reseña. Hay que leerlo despacio y, sobre todo, leer las reflexiones que hace la escritora acerca de lo divino y de lo humano, de la vida y de la muerte, de las pequeñas limitaciones del día a día, de las miserias y las grandezas del ser humano.
No podemos dejar de agradecer la lucidez de Rosa Ruiz y la valentía con la que ha escrito sus memorias. Eso sí, que sea un punto y seguido porque, pese a sus problemas de salud, Rosa Ruiz Gisbert tiene mucho que contar todavía. Y deseamos leerlo. Como ella misma dice: "...en la vida no hay más final que la muerte y esa, por fortuna, no ha llegdo aún, de modo que estamos ante un final abierto en el que puede pasar de todo".
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